Hace tiempo que no escribe nada en su blog.
Se pregunta por qué, y cree que la respuesta está en
el hartazgo,
el cansancio,
la necesidad tan urgente de romper con la realidad
que tuvo a principios de verano. La mejor idea que se le ocurrió fue alejarse, cerrar los ojos, abrir el resto de sentidos y olvidar por un momento todo lo que tenía que ser. Se acercó al borde de un precipicio y se asomó, extendió un brazo, colgó de sus dedos el diario de siempre y las páginas se abrieron en abanico.
Hasta que volvamos a encontrarnos.
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Los días pasan tan rápido que, si echo la vista atrás, sigo en un minibus en Reykjavík, atravesando campos de lava y montañas verdes. Me compré una cámara para inmortalizar cada momento; hoy el mundo no se entiende sin imágenes, hoy la vida no para, no frena, hay un plan diferente cada día, a cada rato, pensamos en el siguiente mientras estamos viviendo el actual. Por eso las fotografías cada vez me parecen más importantes: nos permiten pararnos y observar quienes fuimos en aquella sucesión de eventos llamado, por ejemplo, septiembre. Una fotografía -o un vídeo- es una secuencia corta, un recuerdo encapsulado, inamovible. Si mi vida avanza más rápido de lo que yo quisiera, si los momentos al lado de mis amigos se me hacen cortos, si el atardecer duró lo que duró, al menos me quedarán las fotografías que se encargarán de recordarme que todo lo que he vivido es real. Podré alargar los momentos todo lo que yo quiera. Gullfoss seguirá corriendo bajo mis pies, los frailecillos se acicalarán en lo alto del acantilado mientras los observo. La luna se quedará pendiendo sobre el cielo anaranjado, el viento me arrastrará cinco minutos más en la cima de Peñalara, la niebla seguirá silenciosa mis pasos y me rodeará incluso cuando esté en un vagón de metro saturado. Y las personas que me acompañaron durante el verano y me hicieron feliz por el camino, se quedarán unos instantes más.
Aunque sea, unos instantes más.
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La ternura
Hay días en que todo vuelve,
mis recuerdos se empeñan en edulcorar la realidad.
La ternura es el abono de mis flores
y cuando empiezan a brotar, tengo que arrancarlas.
Ya no distingo las margaritas de los hierbajos,
o las abejas de las avispas.
No entiendo por qué sigo regando
un jardín que no da frutos.
Duele cada agujero,
escavado por mí
en mi propio pecho.
Por cada sonrisa, tres grietas.
¿Llegará el momento en que abandone
(de verdad)
la tierra a su suerte?
Pero, ¿y qué es un jardín sin flores?
¿Y qué es una persona sin su ternura?
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Un amigo
Conocí una vez a una criatura en el bosque, no sé muy bien qué era, tal vez un duende o un esqueje de roble al que le dio demasiado el sol. Vivía entre las raíces de un árbol viejo y me contó que tenía en custodia un tesoro dorado, lo llevaba siempre con él, entre sus costillas de madera. Sonreí cuando me enseñó qué era: un corazón pequeño, dorado, que incluso en la oscuridad parecía iluminar un poquito. No sabía cómo había llegado a él, pero constituía su vida. Lo que más le gustaba a mi pequeño amigo era contemplar el latido de su propio corazón, sentado en una pequeña butaca, a oscuras; o sacarlo a pasear por el bosque.
«Es curioso», me confesó «porque late de manera diferente según lo que experimente: cuando paseamos solos por los caminos, su movimiento es tranquilo. Cuando escucha el gorjeo de los pájaros, se acelera, como si quisiera acompasarse a su canto. Cuando estoy en un estado de duermevela, y abro un poco los ojos para espiarlo, parece tan quieto que a veces me asusto». Cuando le conocí, le descubrí el café. Le encantó, pero sobre todo le gustó observar a su corazón acelerado, latiendo, iluminando la caverna de su pecho, palpitando como si fuera a echar alas y volar.
Me acuerdo de él cuando me revuelvo en la cama sin poder dormir. A veces el corazón me late tan deprisa dentro del pecho que quisiera gritarle «¡ya!». Me incorporo en la oscuridad de mi habitación y por fin entiendo que mi amigo veía en ese baile incesante el ritmo de la vida que la casualidad le regaló.
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Una conversación
Ya lo sé, no me lo recuerdes más. No puedo evitarlo, por mucho que me lo digas una y otra vez. Estoy cansada, ¿sabes? No, no de ti, sé que lo que me dices, me lo dices por mi bien. Solo te digo que estoy cansada, no quiero volver a hablar de ello. No es mi culpa despertarme y que el sol no me caliente a través de la ventana, ¿no? ¿Piensas que es mi culpa? Si los rayos no me calientan, no puedo hacerle nada. ¿Es que no te has enterado de que es otoño? La estación de la pérdida, todo se cae, todo se pudre, y el sol se adormece. Es su maldita culpa, no la mía. Mierda, lo siento. No quería levantar la voz, de verdad, perdóname. Sé que llevo mucho tiempo así, no me lo recuerdes, si ya lo sé. Es que... las mañanas son lo peor. Me despierto y veo que pasa un día más y todo sigue igual que ayer, igual de vacío. Luego se me pasa, de verdad, porque empiezo a rellenar el vacío con cosas y veo que en el fondo puedo estar bien. Y sí, sé que cada vez tardaré menos tiempo en rellenar los huecos, pero aún no. Simplemente, aún no. ¿Quieres parar de decirme que soy una exagerada? Ya sé que lo soy, pero ¿acaso puedo hacer algo para cambiarlo? No. Mira, en inglés, existe un dicho para octubre: October. Either you fall in love or you fail in love. Fall. Por el otoño, ¿lo pillas? No es un dicho, lo leí en algún post de instagram y... ¡no te rías! ¿No es bonito? Para de reírte, ¡tu risa es pegadiza! Vas a hacer que me termine riendo yo también. Agh, no me entiendes. Sí, ya lo sé, sé que soy muy dramática. En fin, que estaré bien, te lo prometo. Ya me has pegado la risa.